martes, 10 de septiembre de 2013

UN TIEMPO DULCE



Comento UN TIEMPO DULCE
De Carlos Olmo Gasco

por Norberto

Un tiempo dulceMe demoré en comenzar a leerla, porque al recibirla y recorrer las primeras páginas, descubrí enseguida un estilo ágil, que se deja seguir muy rápidamente y que me atrapó desde el inicio. En esos momentos no contaba con tiempo para dedicarle, así que esperé un poco y luego la leí de corrido en tres días. Fue un acierto, porque siento que pude disfrutarla más intensamente. En realidad, a mí me gusta leer así, no demorar demasiado con cada libro para no distraerme en las esperas entre lecturas.
Primera apreciación: impactante.

Creo que en alguna oportunidad ya te había contado que me gusta mucho la montaña, no solamente la fotografía del paisaje, sino vivir la montaña, respirarla, recorrerla, caminarla, sufrirla, gozarla. Y me sigo debiendo, entre otros tantos paisajes, visitar Perú.

También traigo a colación —esta manía de viejo de necesitar a veces justificar sentimientos— que mi vida se marcó muy fuerte con el nacimiento y crecimiento de mis dos hijos. Cada uno una historia diferente, pero con grandes coincidencias, sobre todo al transcurrir sus períodos adolescentes. Uno nunca termina de aprender a ser padre, siempre se está un paso atrás, y generalmente solo, aprendiendo de los errores. Nuestros hijos nos comprenderán cuando sus ciclos se completen y alcancen nuestro tiempo. Y para uno ya será tarde, demasiado tarde. Pero es así.

Bueno, ya te enumeré las excusas sentimentaloides que me llevaron a engancharme tanto pero tanto con tu historia, que repite con fría precisión similares pasajes de la mía, al menos en el plano de las emociones, de no haber podido alguna vez dar una respuesta, otras veces ni siquiera haber comprendido que existía una pregunta, una demanda.
Por eso esta pausa, este respiro necesario antes del comentario.

Como todo lo que conozco de tus textos, también este se encuentra muy bien escrito. Un lenguaje claro, quirúrgico, preciso. Casi te diría que esta vez me suena bastante más concreto que en otros textos tuyos, como muy económico, muy justo. Pero esta característica, algo distinta a las de tus relatos, esta parquedad dicho en buen tono, le otorga mayor dramatismo a esta historia. Pesan y se sienten esos espacios en blanco, esas particularidades que no se narran y que uno presiente, esos huecos en el discurso de Alfredo, los silencios de Laura Quispe, la intensa presencia del hijo a través de su ausencia, las inevitables remisiones a la otra ausencia de la madre Alicia, el choque entre dos generaciones, las nuevas costumbres.
Todos estos elementos en equilibrio, interactuando, aportando en mínimas dosis para la desazón del personaje que va creciendo a un ritmo lento, pero dolorosamente perceptible.

Retomo un concepto que mencioné unas pocas líneas atrás. La parquedad narrativa. La siento en las descripciones de los personajes, no muy detallista, más bien se trata de esbozos tan precisos que no dejan dudas sobre qué se nos quiere transmitir. Y esto va hasta para los personajes secundarios, definidos apenas en un par de líneas que no por ello pierden intensidad, mucho menos protagonismo. Caso Marta y su presunto primo, o de Patty la prostituta del bar, Julia la mucama en el hotel, Chabuca, Matías y Nacho, los amigos de su hijo Javier, y hasta el mismo y odioso Salaverry, marido de Laura, y el típico machista centroamericano y policía Luquin.
Y la historia reciente de Perú, también apenas esbozada, pero latente en todo momento, flotando como entre las sombras.
Un acierto, porque con pocas palabras, con imágenes muy logradas nos ubica en un ambiente desconocido y lejano.

Acertada también la inclusión del texto sobre el espacio curvo. Ese mismo espacio que ahora transita Alfredo durante la búsqueda de su hijo, la búsqueda y explicación de su propia historia.

Me duele el final, pero siento que resulta inevitable, como si todo lo anterior no hiciera más que justificar la decisión del personaje. Por momentos se me asomaba como previsible, pero en ningún momento cesó la intensidad narrativa de este oscuro recorrido. Una perfecta historia de pérdidas, de búsquedas y desencuentros. Una muy lograda muestra de cierta relación padre hijo ex mujer, descubierta desde la óptica del personaje, que hasta que se le plantea esta situación límite, no ha podido comprender la magnitud de los episodios de su vida.

Seguramente me queda mucho más por decirte. Un gusto leerte, Carlos, espero la próxima.



jueves, 7 de febrero de 2013

HAROLDO CONTI



“Como si cantaras en medio de un camino”



Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con la vida rescato la literatura; pero aunque no fuera así, la elegiría de todas maneras.

Haroldo Conti



 Las historias que Haroldo Conti nos narra son botecitos que navegan en aguas sigilosas, van tomando el rumbo que les indica el suave trazo de la pluma. Se hace camino al andar. Esto no significa que el autor haya improvisado sus textos; es necesario trabajar mucho para alcanzar la sencillez; mejor dicho, la aparente sencillez de una prosa que suena como una respiración del alma.

Ninguna ficción es rigurosamente autobiográfica. Sin embargo, uno tiene la certeza de que Conti se muestra en su obra muy transparente, de que es auténtico a la hora de contar. Y aunque el lector conozca poco o nada de su historia, le cree, se entrega como si le estuvieran revelando pedacitos de una vida.

GARDEL, el ídolo al alcance de la mano





Multiplicó su arte a través de la radio, el cine y las numerosas canciones que grabó. Fue un adelantado que supo aprovechar la evolución de la tecnología de la época. La pinta, la sonrisa inmarcesible, el timbre de su voz y su carisma, todos esos ingredientes forman una combinación irrepetible y, si no milagrosa, mágica o casi mágica.
Los tangos grabados en Nueva York, con arreglos de Terig Tucci, le abrieron las puertas del éxito. Gardel había decidido, a regañadientes, despojar sus canciones de términos lunfardos y del acompañamiento de guitarras con el fin de extender su fama internacional. No le fue fácil acostumbrarse a la orquesta.
—Más que arreglos son desarreglos —decía—. El oboe y la flauta me confunden. Sacalos, que me están haciendo un lío.
Encima, querían hacerlo cantar en inglés. De hecho, llegó a grabar en ese idioma, aunque él se resistía.
—Mi idioma, señores —explicaba—, es el español. O mejor aún, el porteño.
El veinticuatro de junio de 1935, moría en un accidente cuyas causas, aún hoy, a más de siete décadas de aquella tarde trágica en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, no han sido aclaradas del todo. El trimotor en el que viajaba con sus acompañantes, un F-31 conocido como “El ganso de hojalata”, debía viajar a Cali. El Zorzal realizaría allí una de sus últimas presentaciones en suelo colombiano. La boletería estaba agotada desde el día anterior.
De origen humilde, Gardel logró dejar una huella. Representa al hombre que ha triunfado en el mundo. Con suerte, pero también con talento y esfuerzo. Su voz despierta emociones, provoca admiración, tiene un algo, entre mágico y divino, que otros cantores no logran transmitir. No tuvo ataduras sentimentales ni descendientes y se vio sorprendido por una muerte feroz.
A un costado de la pista, el trimotor Manizales espera su turno para el despegue rumbo a Bogotá. Permanece con los motores encendidos, los tanques llenos de combustible, los pasajeros a bordo.
En el F-31 van trece ocupantes. Lleva además instrumentos musicales, maletas y 450 galones de combustible en los tanques de las alas. El avión comienza a carretear por la pista.
—Che, piloto —bromea Gardel desde su asiento—, este aeroplano parece un tranvía Lacroze.
Recorren doscientos metros, el F-31 sufre una desviación y se estrella contra el Manizales.
Las dudas sobre su sexualidad, sobre su lugar de nacimiento y las versiones sobre el accidente no hacen más que alimentar el mito. El chamuscado pasaporte indicaba que era de nacionalidad uruguaya. Se sabe que el Morocho nació en Francia pero tenía el corazón puesto en Buenos Aires.
Boca abajo, pisado por las válvulas de uno de los motores, su cuerpo es alimento para el fuego. Tiene una cadena de oro como especie de pulsera en una muñeca. De su ropa cuelga otra cadena con una medalla en la que puede leerse: Carlos Gardel, Jean Jaures 735 Buenos Aires.
Las partituras originales de Cuesta abajo flamean en la pista, casi intactas, como si quisieran remontar vuelo.
Cada veinticuatro de junio, una multitud se congrega frente a su tumba para rendirle homenaje. Gardel está presente allí donde su cuerpo descansa, pero también en la estatua emplazada al lado de la bóveda. El bronce que sonríe.
Alguien, un tipo con sombrero, encastra entre los dedos de la estatua un cigarrillo encendido; otro le coloca flores. La estatua, como a punto de cantar, con el humo azul que se eleva perezoso y un clavel en la solapa izquierda, se humaniza. El ídolo al alcance de la mano.
En algún lugar, en este instante, los parlantes de un viejo tocadiscos escupen la mugre acumulada en los surcos del tango Mi noche triste. Un hombre escucha, sentado, bien atento, balanceándose con las manos sobre las rodillas. Su nombre no importa. El hombre piensa lo mismo que otros han pensado: Mientras exista un disco de Gardel sobre la tierra, todos los cantores van muertos.